El origen de toda autoridad es Dios, y Él se la dio al hombre cuando dijo: “Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:28). Cuando Adán y Eva dejaron entrar el pecado, fueron expulsados de la presencia de Dios y perdieron inmediatamente esa autoridad. Tanto en este relato como en el momento de la tentación de Jesús, cuando Satanás le mostró todos los reinos de la tierra y le dijo: “A ti te daré toda esta potestad, y la gloria de ellos; porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy” (Lucas 4:6), el diablo le estaba arrebatando la autoridad al hombre. La gran lección aquí es que nuestro pecado puede asignarle autoridad legal al diablo, mientras que nuestra “santidad” lo despoja totalmente y establece la autoridad de Dios.
Después de la cruz del Calvario, Jesús les dijo a Sus discípulos: “Toda potestad me ha es dada en el cielo y en la tierra”. Estaba declarando que Él como hombre había tomado la autoridad que Adán y Eva habían perdido. Jesucristo había logrado recuperar la autoridad original que la raza humana tenía, y ahora esa autoridad estaba en Sus manos. Entonces dijo: “vayan y hagan discípulos”, lo que significa que la iglesia se movería bajo el manto de autoridad que Él recibió.
Es la iglesia la que hoy tiene toda la autoridad y potestad, y la que puede establecer esa autoridad en nuestras ciudades y comunidades.